La rápida ampliación de la producción automatizada en todo el mundo está creando una clase global de proletarios sin posesiones y sin ningún medio disponible para ganarse la vida. Cada vez más, la formación de esta clase se caracteriza por migraciones masivas a una magnitud sin precedentes. A medida que el sistema capitalista se acerca a su fin, el mismo sólo continúa funcionando mediante un despiadado impulso dirigido a reducir los costos de la mano de obra. Este sistema supera cualquier barrera impuesta al flujo de capital en todos los rincones del planeta en busca de los salarios más bajos que existan. Al mismo tiempo, el capitalismo instaura un complejo sistema migratorio que le permite dominar y contener los salarios, dividir a los trabajadores y desencadenar la represión en los países avanzados.
La migración se ha transformado en un inevitable campo de batalla dentro de una revolución social que se está desentrañando. Para quienes detentan el poder, la consolidación del dominio fascista es un aspecto fundamental, tanto económica y legalmente, como política y socialmente. Para los trabajadores, es un área indispensable en la lucha por la unidad, la conciencia y la victoria de la clase obrera.
La fuerza laboral mundial
La agricultura capitalista moderna está avanzando en todo el mundo para desplazar a miles de millones de campesinos rurales y reemplazarlos con una cantidad relativamente pequeña de corporaciones agrícolas. Según la Organización Internacional del Trabajo (OIT), la fuerza laboral total en el mundo aumentó de 1.900 millones a 3.100 millones de obreros durante el período entre 1980 y 2007. Sin embargo, la ampliación del sistema también ocasiona la propagación de una tecnología que reemplaza la mano de obra. Esto aumenta la productividad a un punto tal que el crecimiento del empleo no va de la mano con el crecimiento de la fuerza laboral. De esos 3.100 millones de personas, sólo 1.400 millones son obreros asalariados, y dentro de esta cantidad se incluyen trabajadores temporales y de medio tiempo. Los otros 1.700 millones de obreros están “empleados de forma vulnerable”. Esta es una categoría de personas económicamente activas pero que no son obreros asalariados. Entre estos se incluye a los “trabajadores por cuenta propia”, los cuales son vendedores ambulantes y otros tipos de contratistas mínimos a quienes frecuentemente se les denomina “el sector informal”, al igual que “trabajadores que contribuyen con sus familiares”. Estos últimos prestan asistencia a algún familiar asalariado al trabajar con éste pero sin recibir ninguna remuneración.
Los empleados vulnerables, junto con los desempleados formalmente y las personas en edad de trabajar pero que están “económicamente inactivas”, conforman lo que algunos denominan “el ejército laboral de reserva mundial”, compuesto por unos 2.400 millones de personas, una cantidad mucho mayor que la cifra de personas que están trabajando activamente para devengar salarios. Pero es claro que un creciente segmento de este “ejército” no es una reserva del todo, sino más bien una masa de personas desempleadas de forma permanente y que siempre estarán dentro de un sistema basado en la propiedad privada en la era de la electrónica.
Estos millones de personas desplazadas por la economía global actual son la fuente de la oleada de movimientos migratorios en el ámbito mundial. Según la Organización Internacional para las Migraciones, en 2010 hubo unos 214 millones de migrantes internacionales, lo cual equivale aproximadamente al 3 por ciento de la población total mundial. También hubo 740 millones adicionales de migrantes internos en varios países del mundo. Actualmente, hay 70 países en los que los inmigrantes conforman más del 10 por ciento de su población.
La producción electrónica
No obstante, la diferencia actual no sólo es lo referente al tamaño de los movimientos migratorios, sino a las fuerzas económicas que los están impulsando. Hasta finales del Siglo XX, la migración servía para la expansión del sistema y ofrecía una creciente fuerza laboral para satisfacer las necesidades de una producción industrial cada vez mayor. El nivel más alto de inmigración en los Estados Unidos (el 21 por ciento) se observó durante un período de rápido crecimiento en la década de los 20, mientras que la inmigración en la Europa moderna comenzó con el denominado “milagro económico” de Alemania en las décadas de los 50 y los 60.
Sin embargo, actualmente los movimientos migratorios están sirviendo un propósito diferente. En una economía basada en la producción electrónica, el empleo ya no se está expandiendo. Mientras que históricamente la inmigración siempre se utilizó para controlar los salarios, ahora se usa para reducirlos. A los inmigrantes de hoy no les motiva tanto la visión de forjarse una mejor vida, sino más bien un desplazamiento masivo y la desesperación por sobrevivir. La inmigración en los Estados Unidos —la cual se redujo a un 5 por ciento en 1970— aumentó nuevamente hasta alcanzar un 16 por ciento en 2010, mientras que en Europa los movimientos migratorios incrementaron drásticamente en la década de los 90 y 2000 debido a las revueltas que surgieron en Europa Oriental, África del Norte, el Medio Oriente y el sur de Asia.
Actualmente, las políticas migratorias reflejan la fusión existente entre las corporaciones y el Estado y también ayudan a que se consolide esa fusión. Esencialmente, la legislación migratoria en los Estados Unidos está escrita por las propias corporaciones, con el fin de aumentar las ganancias de los negocios dedicados a la vigilancia de las fronteras y de establecer por ley diversos estratos de trabajadores huéspedes (también denominados trabajadores invitados). El Centro de Derecho sobre la Pobreza del Sur (SPLC) ha descrito el programa de trabajadores huéspedes como algo “similar a la esclavitud”. Al igual que el tristemente célebre Programa Bracero de la década de los 50, se amenaza a los trabajadores con deportarlos si pierden sus puestos de empleo y las leyes laborales quedan inaplicables.
Entre los programas actuales se encuentra el de visas H2A para trabajadores agrícolas, el de visas H2B para trabajadores estacionales no agrícolas, y el de visas H1B para trabadores relacionados con tecnología. Prácticamente, todo proyecto de ley propuesto sobre la inmigración durante los últimos diez años ampliaría de forma dramática estas categorías. El programa denominado Tarjeta Azul de la Unión Europea tiene una función similar en ese continente. Las leyes migratorias, tanto actuales como propuestas, también facilitan el fascismo al denegar la ciudadanía y los derechos políticos a un creciente sector de trabajadores y los están acostumbrando a las redadas y las detenciones de rutina, al igual que a la criminalización y a la deportación sin ningún recurso jurídico.
Un papel variable de la raza
Si bien las políticas migratorias en los Estados Unidos siempre han tenido como objetivo el control de la mano de obra, sus justificaciones raciales e ideológicas han evolucionando continuamente junto con los intereses políticos cambiantes de la clase gobernante. La Ley de Naturalización de 1790 amplió la ciudadanía a todas las “personas blancas libres”, pero excluyó a los afroamericanos y a los indígenas americanos. La Ley de Naturalización de 1870 —posterior a la Guerra Civil— amplió la ciudadanía a las “personas blancas y de descendencia africana”, pero excluyó a los asiáticos. A los mexicanos que residían en los Estados Unidos al momento en que se firmó el Tratado de Guadalupe Hidalgo en 1848 se les concedió el derecho a la ciudadanía e históricamente se permitió que los latinos en los Estados Unidos se identificaran a sí mismos como blancos o no blancos. La Ley Migratoria de 1924 proscribió la inmigración de personas que se consideraran como racialmente inelegibles para obtener la ciudadanía —salvo los filipinos y los puertorriqueños, debido a su condición de residentes de colonias directas de los Estados Unidos. Las alianzas políticas durante la Segunda Guerra Mundial provocó que los Estados Unidos pusiera fin a la prohibición de que los asiáticos obtuvieran la ciudadanía, salvo los japoneses, quienes fueron detenidos sin importar si eran o no ciudadanos. Sin importar su raza, se recibían sin ninguna restricción a los inmigrantes de países socialistas tales como Cuba y Vietnam, debido a razones políticas en el marco de la Guerra Fría.
Irónicamente, durante este tiempo no se excluyó a los mexicanos, ya que se consideraba que eran trabajadores estacionales y no inmigrantes del todo. A diferencia de los inmigrantes europeos tradicionales que llegaron del exterior, los mexicanos no traían a sus familias y tendían a ir y venir de México, no se establecían o buscaban su asimilación en los Estados Unidos. Ni siquiera se patrullaban las fronteras, una tarea que no comenzó a realizarse hasta 1924, y durante ese tiempo la vigilancia era mínima. Las deportaciones masivas de la década de los 30 y de los 50 no se dirigían a los “inmigrantes ilegales”, sino más bien a los mexicanos étnicos. En la década de los 30, unos 2 millones de mexicanos, incluido el 60 por ciento de éstos que eran ciudadanos estadounidenses, fueron acorralados en redadas realizadas en sus barrios, al igual que un millón más en la década de los 50.
Si bien el nativismo, el racismo y el odio contra los inmigrantes tienen un historial largo y desagradable en los Estados Unidos, el concepto de “inmigrante ilegal” o de “indocumentado” apenas existía antes de que se aprobara la ley migratoria. Ésta instauró una cantidad máxima fija de 20.000 visas para mexicanos, una cifra que ni por cerca era suficiente para satisfacer las necesidades relativas a la fuerza laboral agrícola en los Estados Unidos. Aunada al Programa Bracero de 1964, la demanda de mano de obra ocasionó que la cantidad de mexicanos sin papeles aumentara de menos de 100.000 en 1961 a más de un millón a mediados de los años 70. Sin embargo, esto no representó una crisis de grandes magnitudes, ya que la falta de vigilancia en las fronteras permitió que los jornaleros mexicanos continuaran con su migración “circular” (de ida y vuelta) entre los dos países.
El impacto del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN)
La situación se intensificó dramáticamente en la década de los 90. A medida que se fue automatizando la economía, se suscribió el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN, o bien NAFTA, por sus siglas en inglés) con el propósito de derribar las barreras comerciales, ampliar los mercados y trasladar la producción hacia áreas con los salarios más bajos posibles. Entre 1994 y 2007, este acuerdo de libre comercio desplazó a millones de agricultores mexicanos y ocasionó una emigración de unos 6 millones de trabajadores indocumentados de ese país hacia los Estados Unidos. El problema se exacerbó por el fortalecimiento de la vigilancia de las fronteras en la época de Clinton, con lo cual se puso fin a los movimientos migratorios “circulares” y se obligó a que los indocumentados permanecieran en los Estados Unidos, en vez de trasladarse de un país a otro, tal como lo habían hecho históricamente.
Al haberse duplicado la cantidad de indocumentados surgió una nueva situación, tanto para la clase gobernante como para los trabajadores. Las corporaciones comenzaron a reclutar de forma activa a los obreros indocumentados para que trabajaran en tareas tales como el empaque de productos de carne, obras de construcción e industrias de servicios, áreas en las cuales nunca habían ingresado. Estas eran industrias que no podían enviar la producción al extranjero, pero se rehusaban a pagar los salarios que exigían los obreros blancos y afroamericanos con un historial de sindicalización. Con esto, los indocumentados ingresaron a comunidades en todo el país en las que nunca habían estado anteriormente.
Las redadas de Bush en los lugares de trabajo, las deportaciones masivas de Obama, la propagación de las denominadas “comunidades seguras” y el rechazo decisivo de una reforma migratoria integral reflejan con un alto grado de exactitud la voluntad y las intenciones de la clase gobernante. Los 12 millones de indocumentados, los 24 millones de inmigrantes legales y los millones de niños que aunque son hijos de indocumentados son ciudadanos estadounidenses representan una amenaza política a la habilidad de la clase gobernante de imponer su dictadura corporativa.
Desde el surgimiento del movimiento de derechos civiles, la discriminación racial abierta es algo que los estadounidenses ya no toleran. La creación de la categoría de “ilegal” en las décadas posteriores a los años 60 es un intento de continuar con la discriminación pero de forma diferente, similar a la manera en que se ha utilizado la encarcelación masiva y a la caracterización racial por parte de la policía (“profiling”) para reprimir a la comunidad afroamericana. El gobierno está utilizando las arduas victorias que ha logrado el movimiento a favor de los derechos de los inmigrantes —desde la Acción Diferida para Personas que llegaron en la Infancia (DACA, por sus siglas en inglés) de la Administración de Obama y sus acciones ejecutivas, hasta las diversas leyes estatales sobre licencias de conducir— para establecer un estatus temporal específico para ciertos inmigrantes y de esa forma desviar, dividir y apaciguar el movimiento de derechos humanos para todos.
La tarea de los revolucionarios es recurrir a los esfuerzos espontáneos y a los sentimientos morales del pueblo estadounidense. Luchamos incansablemente para unir a los segmentos decisivos de la clase obrera en torno a la comprensión de que los derechos de los inmigrantes también son derechos humanos y que la inmigración es esencialmente un asunto de la clase que repercute en todos nosotros. Sin unidad ninguno de nosotros podremos mantener los puestos de empleo, las viviendas, los servicios de salud o la educación que necesitamos.
Nota: La mayor parte de la información proviene de Undocumented (2014) de Aviva Chomsky, Illegal People (2008) de David Bacon, el capítulo 4 de The Precariat (2011) de Guy Standing, y el capítulo 5 de The Endless Crisis (2012) de John Foster y Robert McChesney.
julio/augosto 2015.Vol25.Ed4
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