Al propagarse la pandemia, la gente de todas partes empezó a exigirles a sus gobiernos que los protegiera del Covid. Persistiendo, obligaron a un gobierno tras otro a fijar reglamentos para la actividad pública, que los gobiernos decían protegían la sociedad. Algunas restricciones al comercio y el conglomerado de personas seguían las recomendaciones de los expertos en salud pública y poco a poco ayudaron a contener la propagación del Covid-19. Pero después de un año ha quedado claro que algunas de las medidas gubernamentales lo que realmente buscaban era afianzar el poder de los líderes más poderosos y ricos de la clase en poder.
Tan temprano como abril de 2020, la publicación sin fines de lucro The Conversation reportó el aviso del investigador Ramya Vijaya de que algunos reglamentos “se concibieron para restringir derechos humanos, reprimir la disidencia y consolidar el poder autoritario”. Sin perder tiempo, el Primer Ministro húngaro, Viktor Orban, obtuvo el visto bueno del parlamento concediéndole autoridad ilimitada para “combatir el coronavirus” suspendiendo las elecciones y encarcelando a la gente por el novedoso crimen de “violar la cuarentena” y “propagar información falsa”. El partido gobernante de la India, el Hindu Nacional, se aprovechó del cierre del país para justificar el desalojo de manifestantes musulmanes de una sentada en Delhi que había durado meses. Y el gobierno de Perú dispensó a policías y soldados de cualquier responsabilidad criminal por cualquier muerte o daño que hubieran causado durante su estado de emergencia.
A nosotros en este país nos dicen que el gobierno no abusa de los derechos del pueblo con esa clase de métodos fascistas. Pero la verdad es que nuestra clase gobernante ha ido poco a poco empleando normas económicas y políticas fascistas mientras que la alta tecnología globalizada elimina millones de empleos y arruina sin remedio el capitalismo. Por ejemplo, con sólo el 4 por ciento de la población mundial, los EE.UU. cuenta con más de una quinta parte de la gente encarcelada del planeta.
Cuando hace poco la Universdad de Chicago preguntó “Cómo puede el Covid-19 cambiar las leyes”, la profesora Sharon Fairley informó que “Desde que la pandemia estalló severamente en marzo, los funcionarios han reducido las poblaciones de muchos centros penitenciarios municipales y de condados, hasta por un 30 o 40 por ciento”. Pero a la vez no libraron del trabajo a millones de trabajadores esenciales laborando en mataderos, almacenes y otros lugares de trabajo inseguros y obligaron a millones más a trabajar desde el hogar, en línea, bajo condiciones inadecuadas o inseguras.
En el mismo foro de la Universidad de Chicago, el profesor Robert Weinstock informó que el Covid-19 ha hecho más fácil a que no se cumpla con condiciones seguras en el lugar de trabajo a la misma vez que “la Agencia de Protección del Medio Ambiente de EE.UU. dispensó los requisitos del monitoreo ambiental de los contaminadores y declaró que ya no iba a hacer cumplir importantes protecciones del medio ambiente y la salud pública”. Y para los millones de personas desempleadas que han perdido su hogar, los gobiernos estatales y locales usan la pandemia como excusa para declarar que los “campamentos callejeros son insalubres” y obligar a los residentes a irse a refugios de toda clase financiados por el gobierno.
El fascismo del sigo 20 se arraigó en algunos países para ayudar a sus clases en poder a superar la Depresión o la amenaza de una revolución. Provocaban el odio a ciertas comunidades étnicas—supuestas “razas”—o religiones para encubrir que su verdadera lealtad era al mantenimiento del sistema capitalista. Pero el fascismo del siglo 21 surge porque para los capitalistas el capitalismo mismo deja de funcionar, obligándoles a buscar un nuevo sistema para proteger su riqueza y poder. Los fascistas de hoy manipulan la política de la pandemia y los viejos odios para encubrir que están incorporando las corporaciones directamente en las operaciones de la maquinaria estatal.
Es inevitablemente que la nueva clase social—los desposeídos de empleo, hogar y seguridad personal—está luchando por un futuro diferente. Sudáfrica nos da un ejemplo duro pero inspirador. Cuando la falta de vacunas y el creciente número de muertes provocaron la protesta de miles ante las agencias gubernamentales, el Ministro de Salud, Mmamoloko Kubayi-Ngubane, dijo que las manifestaciones eran “insalubres” e “irresponsables”. Pero Mark Heywood, un activista de derechos humanos de Johannesburg, respondió que cuando el VIH primero azotó el país, fueron manifestaciones como estas que obligaron al gobierno a dispensar alguna atención médica y protección para las masas.
Aunque la élite de Sudáfrica afirma que para combatir el Covid es necesario poner límites al derecho de protestar, Heywood insiste en que “ampliar los derechos durante una epidemia puede ser un medio de controlarla … eso es algo que aprendimos con el VIH”. Él cree que la política de su país sobre la pandemia representa una amenaza a la vida misma porque “las medidas tomadas han tenido un impacto profundamente negativo sobre los derechos socioeconómicos consagrados en la Constitución de educación básica, acceso a servicios médico, alimentación adecuada, etc.”
Los millones de gente en nuestro propio país que han luchado por estar a salvo de los asesinatos policiales y por las necesidades básicas son hermanas y hermanos de clase de los que corren peligro a manos de las clases gobernantes en África y alrededor del mundo. Una vez se deshagan de una clase que recurre al nuevo fascismo para mantener el control, esos millones podrán cuidar su salud creando una nueva economía en que se comparta la propiedad y distribución de todo lo que necesitan.
Publicado el 13 de agosto de 2021
Este artículo originó en Rally, camaradas!
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